El bocadillo es el plato volador; el plato contenedor; el plato viajante; es el placer andante; el recuerdo infantil; la memoria de la barra de un bar; la nota de envidia en la excursión; el punto de referencia del “ars amatoria” de quien lo ha preparado.
El bocadillo lo es todo; llamarlo “bocata” es una desfachatez, moderna eso sí. El bocadillo es único; no se le puede cambiar el nombre. Es aquél que ha sufrido los apretones de manos envuelto en papel de periódico, en los tranvías de los años 50, que alcanzó poder con el envuelto de “papel de plata” en los años 60 y que ahora ha subido a los palacios de las bocadillerías de moda en forma de “montadito”… ¡qué fino, filipino!.
No le llaméis “sandwich”, que lo inventó Sir John Montagú, inglés,
que fue cuarto Conde de Sandwich y que descubrió las Islas Sandwich del Océano Pacífico. A él se le atribuye que por la pasión de jugar al whist, juego de naipes, y no querer levantarse de la mesa de tapete verde, ni de interrumpir la partida para alimentarse, el mayordomo le traía, en pan inglés, unas tranchas de jamón cocido y huevo duro.
Sé que actualmente tienen mucho éxito los sandwiches americanos,
con pisos y más pisos de rebanadas de pan de molde, separando lechugas mortecinas y ahogadas en salsas cochambrosas, entre huevos duros y pedazos de carne de pechuga de ave cadavérica y que nunca sabe uno por dónde hincarle el diente, por mucho que abra las fauces. Medio acepto el modesto bikini, ya que su nomenclatura me complace y place la mixtura de jamón cocido, queso mantecoso y pan planchado. Pero… volvamos al bocadillo.
La gran personalidad que tienen todos los productos del cerdo,
hace que los bocadillos hechos a base de estos embutidos, fiambres y patés, pasen de la sencillez a la suculencia por ellos mismos, sin necesidad de manipulaciones raras; sólo abrir el pan, untarlo con manteca o no, con aceite o con tomate, entre tostadas o sólo, y ahí está: reluciente la barrita de pan, la hogaza, el chusco, el llonguet, el pan de payés, la barra de cuarto, el pan integral, el moreno, el de viena, pero que no falte el salchichón, la mortadela, el jamón, el chorizo, o el afrancesado “fuagrás”. No engorda; alimenta. No diferencia y distingue. Lo come el Rey, el albañil, el cura y el Papa; de comer bocadillos nadie se escapa.